En la película de Julio Medem, Los amantes del Círculo polar ártico, hay una escena en que Ana,
(Najwa Nimri), espera a Otto (Fele Martínez) sentada en una silla, enfrente de
un lago a las afueras de Rovaniemi, en Finlandia. En pleno Círculo polar
ártico. Y es entonces cuando el sol de la medianoche baila en el horizonte y no
llega nunca la oscuridad.
Cuando vi esta película, Laponia era un lugar
extraño, poético, en medio de la nada. Y a través de ella, de las relaciones de
sus protagonistas, en mi cabeza se formó otra imagen, pero también poética,
extraña, donde se podría esperar cualquier milagro. Y yo también quería esperar
un milagro.
En mi caso, no fue Rovaniemi sino la ciudad sueca de
Jokkmokk, a siete kilómetros de la línea invisible del Círculo polar ártico.
Es diecinueve de mayo y el pueblo está muerto. Los
hostales, vacíos, apenas esperan tu llegada. Todo el mundo dice que es la peor
fecha para viajar a Laponia, o más correctamente, a Sapmi, el territorio donde
viven los samis, pero quizá sea la mejor para encontrar silencio y lugares
salvajes sin oír a algún compatriota espetar un, joder, ¿Aquí vive Papa Noel,
no?, o sin que haya una marabunta de turistas en busca de trineos de perros y
hoteles de hielo.
Jokkmokk es un pueblo hecho a lo ancho, sin
problemas de espacio. Las casas se dejan respirar unas a otras y las calles son
largas y vacías. Visito el museo sami, uno de los más importantes de esta
nación, y conozco su manera de vivir. Me doy cuenta de su respeto por la
naturaleza, sus costumbres, cómo sobreviven al frío y a los animales, y también
descubro como los suecos, los noruegos, los fineses y los rusos han ido minando
su población y sus recursos hasta condenarles a abandonar el nomadismo y
adaptarse a la manera de vivir de estos países. Los países nórdicos, son muy
respetuosos con las otras culturas y con el medio ambiente, pero incluso ellos
también tienen cosas de qué avergonzarse.
Y después de desinflar el mito verde y tolerante de
los nórdicos, me lanzo a la carretera a buscar algo invisible; el Círculo polar
ártico, a siete kilómetros al sur de la ciudad. Como en esta época no hay
apenas turistas, no hay medio motorizado salvo el taxi que me pueda llevar
hasta allí. No me gustan los taxis en Suecia, debe ser por el precio, así que
decido ir andando y haciendo autoestop esperando que alguien me lleve. Siete
kilómetros parece poco, ¿no? En una media hora seguro que estoy ahí. Además,
seguro que me coge alguien antes…
La carretera es un corte negro de alquitrán en medio
de verde y azul. Los bosques y los lagos son mayoría en casi toda Suecia, y
aquí arriba, donde apenas vive gente todo el año, dominan casi todo el
terreno. Aunque los paisajes son
espectaculares, andar por carretera siempre es bastante pesado. Los pocos
coches que pasan silbando a tu lado, te recuerdan que aquí arriba también hay
civilización aunque a ninguno le de la gana de parar para llevarte unos pocos
kilómetros. Sigo andando, pensando sin parar cuantos kilómetros llevaré, a qué
velocidad anda una persona, qué hacen los peces de los lagos cuando se
congelan, y así sigo con mis divagaciones hasta que veo, a unos veinte metros,
un rebaño de renos que cruza la carretera. Y se quedan parados. Y me miran.
Y yo, como lo más parecido que he visto a unos renos
han sido las vacas de mi pueblo, me quedo parado también. Por si acaso. Los
renos, cuando llevan a Papa Noel de un lado para otro, parecen muy majos, pero
cuando te encuentras siete u ocho en medio de la carretera, a “tiro de
embestida”, pues da un poco de miedo, la verdad. Afortunadamente, tras mirarnos
un rato más, uno de ellos vuelve al bosque y el resto le sigue. Menos mal, ya
puedo seguir.
Después de una hora y media viendo paisajes
increíbles, llego al Círculo. Y en el Círculo polar ártico, encuentro una fila
de piedras pintadas de color blanco que indican la línea imaginaria, un cartel,
unos baños, y un chiringuito cerrado. Como un idiota, me hago la foto obligada
y me siento en una de las piedras a esperar a Anna, a Otto, o la vuelta de los
renos. No viene ninguno, y solamente para una furgoneta llena de alemanes que
quieren ir al baño. El Círculo polar ártico es un desierto, joder. Pero me
gusta que no haya nadie.
Acostumbrado a la rutina de luces y espectáculo, donde
cualquier evento necesita neones, flyers o publicidad para ser visto, encontrar
un lugar autosuficiente y especial por sí mismo es una sorpresa. Incluso en el
fin del mundo. Creyendo haber encontrado mi milagro particular, vuelvo a la
ciudad. El viaje de vuelta se hace más corto y los pájaros que no dejan de
gritar y hacer cabriolas me parecen el mejor espectáculo del mundo.